martes, 26 de febrero de 2008

SOBRE MAÑANA TE CUENTO 2

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viernes, 22 de febrero de 2008

EL HOMBRE DE LA CÁMARA (1929)

de Dziga Vertov


El cine documental divorcia lazos dependientes de la imagen con la literatura (guión) y la dramaturgia (actores) como característica intrínseca de creación. El hombre de la cámara, del soviético Dziga Vertov, comparte ese precepto sin parecerme un documental propiamente dicho, que aunque sea la captación de la cotidianidad –otra norma documental– comunista en suelo soviético está narrada con un ritmo armonioso y dinámico que confunde su forma con la de un musical. Además de incluir elementos ajenos a la realidad del retrato como la omnipresencia del sujeto que da nombre al filme. ¿Algo más? Lo más importante, la destreza y el lirismo visibles que el montaje brinda al acabado, el producto que urde la exploración y explotación de ese recurso, pues El hombre de la cámara debe su justa etiqueta de clásico y obra maestra a lo que le brindó esa posibilidad; en todo caso, es un tributo y homenaje a la facultad que brinda la post-producción, como recurso (re)creador de la obra por medio de ésta. Tanto la imagen como el sonido se sincronizan cadenciosa y vertiginosamente para dar fruto a lo que es esta entrega de principios del siglo pasado, sumamente política y propagandística, como asimismo sofisticada y enajenante.

Refiriéndome a mi percepción tras su visionado, en un estado de trance color sepia, las imágenes me sumergen a un mar de quehaceres otrora cotidianos en un contexto muy ajeno al mío. El minero que feliz con su pico labora a oscuras, la sonriente obrera que diligente empaca fósforos, los esbeltos deportistas que vigorosos ejercen su disciplina, y un etcétera tan largo que cubre todas las labores de ese entonces me cuestionaban sin intención sobre la voluntad del obrero para con su encargo. La apología a la productividad en el marco comunista es obvia, también simpática, pues es de humanos sonreír, aunque sarcásticamente, frente a una sonrisa como la de los plenos ciudadanos gobernados por Lenin. Qué mejor propaganda política que mostrar satisfechos a los receptores de la ideología gubernamental, más aún si esa emisión extasía por sus virtudes cinematográficas a los desentendidos del tema primero, como es mi caso. El hombre de la cámara encandila a propios y extraños con el todo y suma de sus partes vanguardistas tanto para esa época como para la de mañana.

Los 68 minutos de duración del metraje demandan una exigente atención a cada segundo, el ritmo ya descrito no da lugar a respiros distraídos ni parpadeos dilatados, la mecánica de empalmar plano tras otro con ese compás bailable hace de la proyección una dosis fuerte, duradera e indeleble de un medicamento sugestivo para la alucinación más armoniosa respecto al trabajo y el sudor del peón (por motivos personales, poco importantes, presté importante atención al detalle de la jornada laboral comunista. Ahora, mi ociosidad la veo con vergüenza sinvergüenza frente a mi espejo, todas las mañanas antes de lavarme el rostro. En fin...) como también para aspectos varios. No sé tú... 68 minutos de un largo(metraje) corto que me pareció sumamente largo. 68 minutos en la ficha técnica, que dudé; “tal vez se ‘comieron’ un 0 por ahí”, pensé; pero, al revisar mi reloj supe que el tiempo real no había sufrido lo que me tocó a mí. Mientras mi trasero estaba en Lima mis ojos estaban centrados y ubicados –tal vez solo ellos dos– en Moscú de finales de los ’20.


Gracias a mis perforadoras y viajeras retinas, estuve en esa sala de cine soviética junto a esa muchedumbre de asistentes, donde “El hombre de la cámara” proyectaba El hombre de la cámara. Las imágenes proyectadas eran pasajes de tránsito entre lo que hizo el más común mortal durante esas décadas, las cabezas andantes que pasan y pasan por las avenidas y plazas, otras cabezas que entran y salen de las fábricas según estipulan sus horarios, y más cabezas que realizan lo que no he mencionado pero que tampoco sobresalen por novedosos. A fin de cuentas, más de comunismo... Pero aún no debía cerrar mis ojos.

Las luces se encendían, los créditos figuraban y yo jadeaba en silencio después de la explotación de mi mirada cansada y palpitante. Ya no había metraje para seguir haciendo danzar a mis pies ni entonar afinado “la, la, la” con la banda sonora protagonista indudable de toda la película. Ha finalizado la proyección y renuente afirmo creer que El hombre de la cámara es un musical, carente de glamour y coreografía -eso sí- que apela a tu libre albedrío al momento de elegir cómo disfrutar de esa música (más visual que auditiva) que me hizo zapatear...

Por fin puedo pestañear, después de una cansada jornada comunista.

ARREBATO (1979)


de Iván Zulueta

“José Sirgado, director de películas Serie B se siente insatisfecho. Atraviesa una crisis creativa y personal, que se acentúa tras su segundo largometraje. Por una parte, no es capaz de terminar su relación con Ana. Por la otra, el cine con que había soñado le parece cada vez más lejano. Además, recibe inquietantes noticias de un conocido obsesionado con descubrir la esencia del séptimo arte mientras la sombra de lo heroína resulta más alargada de lo previsto."

En su edición DVD esta simple sinopsis hecha con desparpajo e inexactitud pretende darnos luces generales sobre el filme, pero no muestra otra cosa que el lado más superficial del mismo, y, también, el menos importante. Y es que reseñar Arrebato en mínimas frases resulta ineficiente y, hasta negligente; pues la complejidad del film es tal que tan solo etiquetarla en un género es jugar al azar para ubicarla en uno de lo tantos que explora. En fin, debate innecesario e infructífero; Arrebato es del género de “películas de culto”… y punto (de vez en cuando me concedo esos derechos de ser tan tajante y dictador), de esas que no sabes qué son con exactitud, pero que agudizan tus sentidos de excitación y morbo.

Una experiencia cinéfila sui generis casi indescriptible, que motiva hormonas y neuronas, pieles de gallina y de cuero, impresiones y expresiones, adicción y fanatismo, perplejidad y asombro, más un sinfín de emociones difíciles de experimentar frente a una pantalla. Todo eso convierte a Arrebato en una vivencia de trabajosa comparación con cualquier otra oportunidad de experimentación novel. Asumo el reto de comentarla tratando de rememorar el éxtasis inmediato tras su visionado, obviamente no tan anonadado como entonces, me expreso con la cordura que concede la tranquilidad y comodidad de mi casa a oscuras.

Es cierto –salvando las verdades de la sinopsis en cuestión–, José es un director con una seria crisis de insatisfacción para con su trabajo; también –obviando lo relativo a Ana– un freak obsesivo de características indefinidas busca en él apoyo “profesional” para descubrir la esencia del séptimo arte; pero, ¿eso es Arrebato?, ¿solo eso cuenta? Puede ser que sí, pero no solo eso expresa, ni demuestra, ni mucho menos hace sentir. La búsqueda por el cine perfecto, ideal y catártico, eso es el film en sinopsis más emotiva que racional, la esencia de éste, como también la del cine como arte personal, que representa al autor como emisor de un juicio o intención.

“No es a mí a quien le gusta el cine, sino el cine a quien le gusto yo”, dice José.

La búsqueda de un cineasta –dígase autor– por su pico expresivo es una inquietud constante, un gaje motivador para el oficio que ejerce. Distintas fuentes son las recurridas para la resolución de tal dilema, indistintamente del tipo de cine que realice (el experimental o el de narrativa convencional para citar apartados arbitrariamente generales): usufructuar el contexto o hábitat donde se desenvuelve como musa o recurrir a la influencia de alguien más ducho en el tema de interés, entre otras menos usuales. Las dos opciones primeras son recurridas en el filme por los dos protagonistas de la entrega en contextos diferentes pero situaciones sustancialmente idénticas: José, el cineasta más convencional, y Pedro, el extraño sujeto ‘experimental’. El segundo representa la necesidad innovadora del arte cinematográfico en su estado más angustioso y deprimente, él necesita a José para comprender mejor el ejercicio de la realización con sus claves expertas en la materia. A eso atañe la frase que encabeza el párrafo, el CINE, o sea (en esencia descubridora) Pedro, gusta de José para que éste le conceda lo necesario en conocimientos, para que logre su consumación como artista autocomplaciente. Pedro es la necesidad y José, la experiencia (aunque necesidad también, pero aprendiendo del aprendiz); ambos son parte del cine, ambos son el cine como unidad.


“La PAUSA es el talón de Aquiles, es el punto de fuga, nuestra única oportunidad”, dice Pedro.

Pedro posee distintos conceptos indescifrables para el conocimiento de José, como la frase iniciadora de las presentes líneas. El éxtasis que el susodicho logra con cada producto suyo, empírico y rústico, es algo que el experto (José) perdió en el camino. El primero sufre y se eriza por cada plano o toma filmada con su Súper 8, cada ítem expuesto es parte de su idiosincrasia retratada, su fibra más íntima expuesta en un vídeo. Pero eso le parece insuficiente por la inquietud despertada por hacer más con lo mismo, la pulsión del descubrimiento y la reinvención, por tal motivo acude al ‘experto’ –el segundo– para que lo ayude a su fin. Este segundo caza lo mismo pero en condición diferente, de seudo maestro, apoyándose del portador de la emoción cautivante para hacer memoria de lo que él sintió una vez con las imágenes. Una retroalimentación sana lindante con lo insano por lo obsesivo de la pesquisa.

A todo esto recalco lo archiconocido, el cine en cualquiera de sus vertientes, corrientes o tendencias se expresa bajo los mismos términos para hacer obra: la imagen y el sonido. Entonces, ¿es tan difícil la asociación entre la cinematografía experimental (Pedro) y la más convencional (José)? ¿No es un convenio tácito solo separado por la barrera del ego de cada autor de dichas formas de hacer audiovisuales? Arrebato plantea esa alianza ecléctica, sin prejuicios ni complejos, para que la imagen en movimiento se democratice y sea como beber agua de dos fuentes distintas pero cercanas y accesibles.

¿Qué es un “arrebato” bajo el concepto planteado en la obra? Pedro nos da una idea recibida por José en pleno ejercicio del significado a proponerse: “Estabas en plena fuga, éxtasis, colgado en plena pausa... arrebatado”. Sea cual fuere la situación, estar arrebatado es lo que logró la película con mi persona, situarme en un limbo de fantasía tangible, que me volvió adicto inmediato a la rareza y a la experimentación antojadiza de cualquier sujeto ávido de nacimientos. Estar arrebatado es desorbitar los ojos del alma, llorar lágrimas gaseosas, extasiarse y sonreír de divagación, es colgarse cual ropa mojada en un infierno de ángeles, es eso y cualquier otra experiencia dadora de estupefacción y anonadamiento, es lo que has vivido y no he dicho, porque es relativo, relativo a tu imaginación de cineasta de súper 8.

Las escenas finales son maestras y extraordinariamente fascinantes, plétoras de misterio e creatividad desaforada, explicado todo con un discurso que solo obedece a las leyes del libertinaje; cámaras traga hombres y movedizas a voluntad, cintas captadoras de su antojo, proyecciones desobedientes en écran y predisposición de lo surreal por seres muy reales. Un metraje epílogo trasgresor al canon de género y la inteligibilidad adormitada, una disertación de lo imposible en el contexto de lo posible, una común consecuencia de excesiva dosis de droga alucinógena o entiéndase una “fumada brava” en un sentido más familiar.

Diversos elementos compusieron Arrebato, el de mayor porcentaje –sin duda– es la liberación del piloto manual y lo que trae consigo eso... piruetas desinhibidas y “arrebatos”, ¿no, Pedro? Él y José, en ese orden, respectivamente, se funden en la “cinta hambrienta”, pues ambos son tragados por la cámara para que radiquen en un rollo cundido de cuadros 100% rojos. La cámara hace su travesura y los sumerge bajo complicidad en la meta final de su búsqueda finalmente descubierta, ser parte del mismo cine que anhelaban, juntos en una cinta totalizadora y mostradora de nada. En fin, solo sabían lo que querían mas no cómo lo querían.

El arte se manifiesta como cumplidor de las expectativas más inesperadas, todo un proceso de reconocimiento y decodificación de los anhelos difuminados, indescifrables y cuasi desconocidos, el cine no es excepción. José y Pedro vivieron su obsesión en busca de la(s) imagen(es) perfecta(s): concluiría su viaje (más interno que externo) en un fundido en rojo devorador de lo que a su paso encuentre...

Quisiera saber si conozco siquiera la cola de la bestia que terminará devorándome. ¿Es placentera, enigmática o amedrentadora esa pesquisa? Tomo el riesgo de tentar al éxtasis así tres cabezas en un solo cuello quieran fundirme en rojo.


Más pudo y puede decirse sobre esta joya carente de calificación valedera, pero preferí centrarme en la idea de trascendencia para no ahondar en apariciones esporádicas de Betty Boop humana o tías sonrientes. Una travesura total e incontrolada, berrinche gozoso en la silla de dirección... eso sería Arrebato en términos generales.


*El vampirismo es sugerido como prólogo lóbrego a lo que deviene, no interviene en argumento, sólo es un detalle más de los muchos que se exhiben en el largo; sea el caso del objeto amorfo y pegajoso que José obsequia a Pedro o la escena musical de Ana (Cecilia Roth) como Betty Boop; sólo detalles que gustan pero que son salpicados por la malcriadez y antojo de Zulueta en diversos pasajes del metraje sin alguien cuerdo –felizmente– que ponga un alto al fuego. Muchos más se me huyen, claro, pero lo siniestro de la propuesta ayudó a que se atendiera a ese detalle con mayor énfasis. Vampiros vi, pero no mucho los atendí. No creo que importe.