miércoles, 21 de enero de 2009

LUZ SILENCIOSA (2007), OTRA VEZ

de Carlos Reygadas

El regodeo visual y el tempo contemplativo -degenerados a cliché de la posera “fórmula del tedio”- disipan su habitual calificativo d’art a cuentagotas, sólo cuando una visión artística los evolucionan a recursos expresivos, a estilo de autor, como lo dado en la tercera obra del marginal Carlos Reygadas, las muletillas se hacen pinceladas.

Luz silenciosa es el final del escabroso pero lubricado túnel que representan Japón y Batalla en el cielo; ostentosa, grandilocuente, por su explícito misticismo y sus motivos trascendentales, se sabe extraordinaria.

Que el contexto sea una comunidad menonita de población aria, de idioma recóndito y de naturaleza rural, figura a la historia como una fábula de tiempo-espacio indefinido, donde el purismo del ambiente expía las pervertidas cuestiones humanas que podría manifestar un tratamiento más urbano del mismo motivo. Luz silenciosa es un relato romántico en su sentido más estricto, deificado por la luminosidad de su puesta en escena y humanizado por el aspecto victimista de los involucrados en el frenesí, criaturas desaventajadas ante sus hirientes conflictos sentimentales y sus confrontaciones con el mundo del pecado.

El intercambio de amor por paz a través de un beso entre las mujeres, filmado por Reygadas como el trueque entre la vida y la muerte, la felicidad y la desaventura, respectivamente, es la secuencia cumbre de Luz silenciosa, instante recordatorio como la “resurrección” de la esposa, cuando se desenlaza el conflicto afectivo en una última concesión por parte de la amante, quien cede de su pasión a cambio de la mansedumbre de su alma. La espiritualidad de los personajes emerge como celo primordial de sus motivaciones, lo que da a la película un ventisco de teorema existencial sobre lo pasional como motor de acciones.

Luz silenciosa es una película de interpretación de gestos y de lectura, prácticamente nadie habla el dialecto original de los parlamentos, lo que emboza virtuales carencias interpretativas de sus figurantes -despropósitos de sus dos primeros filmes- y eso es un indudable acierto, asimismo una corrección de estilo.

La mirada de Reygadas maniobrando desciende del cielo al campo, fisga y atestigua el melodrama y asciende impávida cual ojo omnipresente. Toda Luz silenciosa parece ser un simulacro de Edén, donde los errores se toman como lecciones de crianza.

domingo, 18 de enero de 2009

THERE WILL BE BLOOD (2007)

de Paul Thomas Anderson


En Petróleo sangriento asistimos al curso de la batalla de la codicia, encarnada en un Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) aplastante, usurero de masas crédulas y ducho del floreo demagogo, en disfraz de surgidor magnate petrolero y de abnegado padre. Contado en un emergente siglo XX, cuando el “oro negro” se presentaba flamantemente como materia de disputa, este siniestro juego de alcance de poder desarrolla sus motivos no sólo con el unipersonal de Plainview, sino se refuerza con una variante del mismo arquetipo, el charlatán eclesiástico Eli Sunday (Paul Dano), con el que rivalizará implícitamente por atención y favor del auditorio popular.

Anderson contextualiza su duelo de rapaces en campo agreste, idóneo como escenario de guerra -aunque esta sea sólo de verbo y avivamiento-, mostrando en jornadas alternas el histrionismo en sus respectivas faenas tanto del magnate como del orador, ambos personajes explotadores, ofertantes de bonanza, que finalizarían su lid en un encuentro antológico en la sala de bolos de Plainview. Petróleo sangriento es un seguimiento expectante a la avara carrera del pastor maldito que es este último, explorando también sus recovecos afectivos, lo que dilata en desmedro la cinta –especialmente, lo dado con el arribista que decía ser su hermano, siendo quisquilloso con su notable metraje en líneas muy generales-.

Dos son las secuencias con las que se explicita el careo entre los dos buhoneros, dos actos dramáticos que afloran las mejores performances actorales de Eli y Plainview ante su público y ante ellos mismos; la primera, en la que convenidamente, en pos de la consecución de un fecundo territorio, el petrolero se bautiza a manos del propio Eli, quien le bofetea y obliga a gritar sus vergüenzas como oración de perdón; y la final, con sabor a revancha definitiva, en el salón de bolos, donde se liquida el pleito con sangre entre manos, el magnate remata al seudo religioso, quien acudía a él por ayuda, tras desquitarse por el episodio del bautizo con una recreación similar esta vez favorable a Plainview. Chirriantes escenas de válida sobreactuación donde las caretas se tornaron piel para llevarlas a su límite de hipocresía.

Petróleo sangriento es el marco aciago de la época que data el sueño americano, del que Daniel Plainview es su afeado rostro modelo.

jueves, 15 de enero de 2009

KILL BILL vol. 1 y 2 (2003 y 2004)


No tan sólo es un notable cúmulo de citaciones y homenajes -peyorativamente llamado reciclo- de los disparatados pero divertidos estereotipos del cine de artes marciales, de las evolutivas road movies, de los filmes de acción progresiva sobre encarnizadas venganzas, entre otros menores detalles referenciales de géneros varios; Kill Bill es una pieza maestra del moderado absurdo, que, aunque poco modesta y muy hilarante, no se jacta de su excentricidad, especialmente en su forma, sino plácida se pasea en los límites de la fantochería. Temeraria, revela a Tarantino como un autor maniaco, de guiños explícitos al gore y a la serie B, asimismo consecuentemente como cultivador de la bizarría en el amodorrado establishment de Hollywood.

Qué importante es su omnipresente banda sonora pop -delatora de un Tarantino melómano- para aligerar los motivos cruentos de la historia e inducir a la cinta como obra de culto de la psicodelia y el esnobismo -ambos generalmente de calificación despectiva-. En el volumen 1 es donde esta impresión está mejor sostenida, específicamente en la escena del restaurante japonés donde se desenlaza esta primera parte, Black Mamba coreográficamente liquida a casi un centenar de variopintos oponentes al ritmo de una rockolla, haciendo brotar y salpicar chorros de pigmento rojo como maquillaje de una escena sangrienta.

La división en dos volúmenes de Kill Bill tiene razones comerciales, lo que excusa a su autor para una exploración expresiva dada las circunstancias, haciendo del primero un simpático híbrido con las artes marciales de explotación, trama de vendetta y técnicas de animación para un capítulo íntegro, en un estilo más despojado y distendido, con mayores dosis de disparates y travesuras; para el segundo, se abocaría más al dramatismo por la consecución de la venganza, sin dejar totalmente de lado el estilo de la entrega anterior que se va difuminando cerca del final, preponderando los parlamentos, la sorpresa y la tensión, que enmarca a la película en los parámetros del género dramático.

Su narración episódica facilita la recreación por separado, satírica o solemne, de los caracteres de géneros fantásticos que tanto le influencian, atañéndolos a las generalidades de cada volumen. Modo cómodo de realización si lo que se quiere es jugar a hacer cine, como lo hace Tarantino a lo largo de su obra.

viernes, 9 de enero de 2009

KEIRA KNIGHTLEY: EL ROSTRO DE LA INGLESA DE AYER


Me gusta creer que Keira Knightley es una figura del pasado más que una actriz. Será porque las imágenes de Elizabeth Bennet (Orgullo y prejuicio) y de Cecilia Tallis (Expiación) son las únicas que vienen a mi mente cuando escucho su nombre. Señoritas de sociedades pasadas, con porte principesco y finura encantadora, románticas de verso y de diligente paciencia, tan agradables a la vista como al oído. Retratos refinos -ambos responsables de Joe Wright, que sirvió provechosamente del semblante de su bello fetiche-, propios de la pretérita dama inglesa que proyecta ser.

Esa elegante figura del pasado se pervierte cuando se interponen sus fallos curriculares como cazarrecompensas (Domino), apasionada pirata (Piratas del Caribe) y reina guerrera de la Mesa Redonda (Rey Arturo), intentos vacuos de hacer industria, dañosos a su evocable imagen, la de cuando de seda viste.

Su perfil de damisela enamorada, defendido en estas líneas, es consecuencia de sus picos en las cintas de época de Wright, haciendo una disyuntiva de su versatilidad actoral, queriendo demostrarla con rudeza en más de una ocasión con olvidables resultados. Como en la trilogía de los piratas caribeños, desfile de pirotecnia al servicio de las maromas de Jack Sparrow, en la que su personaje, Elizabeth Swann, es apenas decorativo. En Domino, videoclip dilatado de vértigo mareador, opta por las armas y la violencia con impostado descaro en pos de recompensas. Por otro, el arco y la flecha le sirven como indumentaria del disfraz de Guinevere en la épica y traficada Rey Arturo. Tres incursiones con requerimientos físicos que poco y nada exigen el talento interpretativo, sea cual fuere el caso, asistiendo a las asentadas demandas de la industria de los rostros, Hollywood, que aprovecha cada margen para corromper con su caudal.

Menos sonados son los casos Pre-Wright de Quiero ser como Beckham, considerada su vitrina, y Realmente amor; películas menores de importancia secundaria en su filmografía, con las que aporta poco más que su sonrisa en sus alternadas apariciones primeras.

El 2008 regresaría nuevamente en el tiempo para encarnar a Georgiana Cavendish, Duquesa de Devonshire, ícono de la frivolidad del siglo XVIII, en La duquesa, confirmando que su status “de época” está enlazándosele. No sólo yo creo que Keira Knightley es una figura romántica del pasado.