De todo mal rato se puede hacer una salvedad; como de ver un filme tan berrinchudo como la colombiana Satanás, regordeta de disfuerzos y explotadora de sus personajes, destinados literalmente a sufrir de balazos. De ese desfile lastimero de voluntades retorcidas se rescata un camaleón de tostado rostro expresivo, con amplia frente como tope de su retaco cuerpo: un Damián Alcázar que hace de este insoportable catálogo de calvarios una historia con sensibilidad; burda, pero sincera, de la que se recuerda con nitidez solamente los párrafos de acción suya.
Su guiño villanesco sería cambiado radicalmente de contexto para su siguiente paso, esta vez más resonado y remunerado que los anteriores, aún juntos, según su propia voz. Esta vez ya no enfrentaría a su Satán interno sino a la audacia de 4 niños en un mundo fantástico. De los suburbios de Bogotá a la encantada Narnia, último paradero conocido del mexicano de acento convenido a sus roles. El Príncipe Caspian es una película destinada al olvido inmediato, sus pocos valores ameritan su fugacidad en la memoria, quedará, sin embargo, la diana curricular de un mexicano en esta mega producción. Un ascenso si consideramos a la atención de los gringos como un resalto.
Habría que regresar a inicios del siglo para recordar sus desenvolvimientos más aplaudidos, todos hechos en su natal México: en La Ley de Herodes (2000) sería el alcalde improvisado Juan Vargas, degenerado a tirano ambicioso por gusto al poder, personaje por el que sería reconocido por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas con un Premio Ariel como el mejor intérprete, repitiendo el logro de dos años antes con la road movie Bajo California, primer rol importante en su carrera dedicada al largo. Por ser el armamentista padre Natalio en El crimen del padre Amaro (2002) recibiría su tercer Ariel, esta vez como secundario, confirmando que su sensibilidad es gustosa de los jurados hasta en segundo plano.
Lástima que los importantes agentes del cine de nuestra región sean valorados y reconocidos sólo por una caterva que espulga entre catálogos piratas, carteleras internacionales y voceadas elitistas; poco que se hable o muestre para que entienda a interesados e infaltables curiosos. Nombres como el de Alcázar pasan indiferentes cual común peatón, mereciendo una mejor atención.