La primera desapareció del listín antes que muchos supieran de su arribo, las pocas salas disponibles y los difícilmente accesibles horarios le impidieron una buena acogida en los tiempos de los gigantescos legos de Michael Bay, del Hugh Jackman como forajido mutante y de Tom Hanks como ciudadano ilustre del Vaticano. Fue en mayo cuando se sufrió más el cine pro canchita.
En A prueba de muerte, no da puntada sin hilo en señalamientos a la falibilidad del celuloide como defecto humano en la producción de un filme, a las hazañas de los dobles de acción con tufillo heroico y redentor, asimismo al disparate de la serie B, a todos sus componentes y lugares comunes, como asilo kitsch de la inagotable cultura pop. Todos enmarañados con la hilaridad de un inteligente venerador de su amante de nitrato.
Mientras recomiendo fervientemente adquirir A prueba de muerte en el ambulante de su preferencia, me encomiendo a la tarea de expresar en palabras la experiencia reciente de Bastardos sin gloria vivida el último jueves en una butaca breñense.
En nombre del cine se admiten insolencias varias, todas motivadas por la excusa de la ficción y la libertad autoral, dando vía libre a esperpentos de toda clase como la última del arqueólogo Indiana en un Perú de tirapiedras, comehombres y enigmas sacados de un capítulo de Los Pitufos. Bajo esta permisión, Quentin Tarantino es uno de los principales insolentes en actividad, con la salvedad de los vítores tras cada trasgresión suya de las buenas conductas por parte de los especializados espectadores de pluma mediática.
¿Alguien niega acaso la simpatía hacia la pandilla de Aldo Raines y no ríe por la trasquilada de cabelleras y pellejos nazis? Pero, ¿si fuera lo contrario? ¿Si los malazos nazis lo hicieran con los indefensos judíos lecheros o ciudadanos desarmados? Seguro la risa sería remplazada por una tragada de espesa saliva en un silencio de sepulcro.
A eso juega Tarantino, a señalarnos jueces de la moral con la violencia justificada, dándole permiso a nuestro taimado fervor asesino para que desfogue su morbo durante los 153 minutos que dura la sesión. Eso es lo divertido, ver el gesto de la banda de Brad Pitt y girar la vista para ver el vacilón de las butacas vecinas. Seguimos a un ejército cazador que imita el modus operandi de sus sabuesos con métodos igual o más radicales y cruentos con el permiso de nuestras conciencias. A ambos bandos los mueve la xenofobia, no la defensa.
Así no se haya vivido o leído la Historia, conocemos que Hitler y su Estado Mayor no perecieron en un ataque de bandidos terroristas o por consecuencia de un plan vengativo de una proyeccionista de películas en una sala de cine barrial. Eso es lo que hace el amor, elevar a tu amante al pedestal del mundo, al centro de tu (H)istoria. Tarantino demuestra ser un romántico, un fiel y enamorado servidor del celuloide cuando le atribuye el honor de un desenlace del Holocausto con sabor a revancha judía.
En el fondo de la acción suenan rockolas, guitarras y baterías; no pianos, violines ni ninguna sinfónica que sugiera a nuestras emociones situarnos en una matanza señorial o poética, asimismo que simule nuestra presencia en la agitada Europa de los 40. Las mociones de los bandos pleitistas son radicales y enérgicos, roqueras en esencia. Tarantino hace despliegue de su bagaje melómano para musicalizar a su antojo, con anacronismo válido, los capítulos filmados.
Esperemos que Bastardos sin gloria se sienta cómoda en Lima y se tome varias semanas para exhibir sus curvas ante la mayor cantidad de curiosos posibles. La cartelera, por miedo de inanición, se lo pide.
Bonus track:
Tarantino dicta, desde la comodidad de un sillón, sus preferidas (20) desde 1992. No pareciera un importante lapso de tiempo para una polémica lista, pero lo es.
Sí pues, sólo para angloparlantes.
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