Entrando el invierno, el Encuentro Latinoamericano de Cine viste chic a la cinéfila pero informal Lima, acostumbrada a nutrir su bagaje con DVDes en venta a granel de catálogos piratas exhibidos a ras de piso y a la intemperie de las avenidas principales. En el más decente de los casos, dentro de vitrinas y en repisas de tiendas varias del emporio comercial del mercado negro más grande en el país, los célebres Polvos azules. Referente obligado de la variedad y el bajo precio en cualquier rubro comercial y alimenticio. Empero toda temporada, por más demandante e imponente que sea, toma un receso, que no casualmente nos tiene en tiempo presente.
Sólo las primeras semanas de agosto de cada año, el clásico 35mm retoma su popularidad en hombros de más de 100 títulos que componen la programación del Festival de Lima, evento cultural dirigido a las clases más pudientes de la capital, atrayendo igualmente el interés y expectativas de los numerosos curiosos de bolsillo estrecho que, con mucha prisa, se hacen de algunos tickets para las más voceadas en la previa, matizando una parafernalia criolla y variopinta de la inicial propuesta pituca.
Más allá de apuntes sociológicos y pintorescos, siempre lo más importante en un festival de cine serán las películas, su saldo como conjunto, las sobresalientes en cada categoría y las icónicas que hacen especial alguna edición. José Luis Guerín trajo bajo el brazo su cautivadora En la ciudad de Sylvia el año pasado. En su momento, dije apasionado que estábamos ante “una declamación al amor esquivo, al amor platónico de voyeur romántico, que entrega sus días a la contemplación de la beldad y a la concreción sentimental de sus pulsiones con sólo miradas”.
O cuando el 2007 me acercara emocionado y agradecido a Carlos Reygadas para estrechar su mano dos minutos después de deleitarme con Luz silenciosa al lado del también gozoso Ariel Rotter, que competía también con El otro. Dos episodios potentes de años anteriores que resumen las vivencias de esos días pegados a la butaca.
LA PRIMERA GRAN PELÍCULA DEL FESTIVAL
Ni bien empezada esta décimo tercera muestra, entusiasmado manifiesto que El silencio de Lorna, de Jean Pierre y Luc Dardenne, ya ocupa el lugar de las antes mencionadas en representación de este año, esperemos no en soledad. Para nada detecté un estancamiento o una repetición de discurso en el cine de los belgas. Sus búsquedas encuentran nuevos derroteros tras cada entrega, sus miradas se complejizan y abarcan más que lo empezado con La promesa, donde el remordimiento es el motor del arrepentimiento de un niño que sabe sólo de manipulación y timo.
Esta vez ya no se retrata el descalabro de un personaje sumido en situaciones límites, sino que postula y ejecuta una redención de su protagonista, aspecto focalizado antes en La promesa, con tufillo solemne y aventurero, y amagado en Rossetta y El niño con pretensión sugestiva, aún así lograda.
La cámara siempre inquieta, se acerca a sus personajes en interiores, los ensaya íntimos, y los enfría en las grises calles que transitan. Lorna es belga ante la comunidad, cuya mirada juiciosa no penetra las cuatro paredes donde es una inmigrante que vende su estado civil y ciudadanía, recién conseguida por un acuerdo turbio, por estabilidad económica. Asimismo, Claudy es dadivoso y comprensivo cuando no está angustiado por la heroína que lo hace adicto. La imagen del europeo promedio, sosegado y plácido ante la rutina, es filmada por los Dardenne en exteriores, desdibujando ese perfil en cerrados ambientes donde las miserias se ejecutan sin aspavientos.
El contexto representado es invariable en esta etapa de su obra. No se valen del suburbio de la actual Bélgica para endilgar vilezas a los figurantes de ese entorno, no señalan a los antagonistas como opresores de las buenas costumbres, ni los perfilan como mafiosos y pandillas incontestables, sino como usureros de las circunstancias, timadores urbanos, que empatizan con la condición callejera de sus personajes perturbados. Esa empatía es sostenida por mutuo acuerdo. En el cine de los Dardenne no hay tiranos ni coaccionados héroes, solamente pervertidos individuos que desarrollan su plan de vida en vicios y fijaciones azarosas.
La expresividad de la cámara y sus movimientos es la que marca la pauta emocional de la acción dramática, denotando angustia al cerrar un plano al rostro, o distensión al mostrar uno abierto con zumbido. Un estilo influyente para la actual producción del este europeo, principalmente en Rumania y Hungría con Mungiu y Fliegauf, respectivamente.
El silencio de Lorna orienta sus ambiciones a la evolución de su protagonista, conmueve tanto como perturba su expiación al proteger una supuesta vida próxima. Deja atrás su vida belga, con culpa, dinero y documentos incluidos, para refugiarse en las entrañas de la nada, donde supuestamente emergió.
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