domingo, 10 de agosto de 2008

FESTIVAL DE LIMA. CRÓNICA 2


¿Te acuerdas de Lake Tahoe? Probablemente dentro de poco la olvide. Interesa cuando al inicio su parquedad parece responder a un fin jarmuschiano, con esos fades que empalman algunas tomas, la óptica de plano conjunto que integra al personaje con el ambiente, visto desde mediana distancia para encuadrar su soledad y divagación, y la puesta en escena con cámara fija traen a mi memoria a Stranger than paradise. Más por su lenguaje que por su lengua. En esa primera parte, Juan, tras su accidente, parece un extraño vagabundo en su propio pueblo, al andar timorato y arrastrando los pies cual turista perdido. Esas escenas se logran porque existe la incertidumbre sobre los motivos de Juan, pues su semblante cabizbajo intriga e invita a seguir su paso lento. Al rato nos enteramos que está de luto por su padre, motivo de su melancolía. A partir de eso, conocidas ya sus (des)motivaciones, la película no atina a salir de lo predecible, sabemos que cada gesto, llanto o arrebato es producto de su congoja, lo que la hace meliflua y progresivamente lamentable al pasar los minutos, más aún con el encuentro con su familia desquebrajada por la misma razón. La contemplación e introspección sugerida en el inicio se desdibuja a un melodrama lacónico con poco gesto, pero con un clima cargado de potenciales lágrimas y abrazos empalagosos. Fernando Eimbcke amaga saber sugerir, pero ni él mismo se tiene esa confianza.

Expectativas habían para el “filme oficial” de los (16) sobrevivientes del otrora equipo de rugby uruguayo, que padecieron a la intemperie por 72 días en los andes chilenos: Vengo de un avión que cayó en las montañas, de Gonzalo Arijón. Sus más de dos horas de duración recopilan valioso material de archivo, fotografías y testimonios de primera mano de los mismos protagonistas -los que en su totalidad prestaron declaraciones- hilvanados correcta y distraídamente por el director para no volver tediosa su versión. Las mismas víctimas narran los aconteceres de su desgracia según sus vivos recuerdos, perdurados tras tantos años pasados, ordenando “el diario” y los momentos claves con sorprendente exactitud y unanimidad de las partes. El principal valor de esta cinta es su condición de documento testimonial fehaciente, y perdurable, de esa historia trágica y motivadora (para muchos), con visos religiosos, que alude a la fe y a la pujanza como causantes del “milagro”. El Alive, de Frank Marshall, - explotada años atrás en la programación de canal 2- quedará como la inexacta ficción de los mismos hechos que por fin pudo dejarse atrás.

Aki Kaurismaki es un ícono de su tierra, la lejana Finlandia, asimismo un retratista de sus calles tristes, espacios solitarios, vagabundos violentos y silenciosos desadaptados en el largo de su obra. Su última entrega Luces al atardecer, depurada muestra de austeridad, recoge a un subempleado con sueños de grandeza, Koistinen (Janne Hyytiäinen) un ser marginal, que tan sólo es un servidor nocturno de seguridad a cargo de una joyería. Es el retrato mismo de la incompetencia. Sus anhelos de superación son balbuceados con la convicción que tiene un cojo para correr, pues su vida esta plagada de deprimentes episodios de humillación, que son llevados sin sobresaltos por costumbre a ellos.

Kaurismaki hace triunfador al timador sin escrúpulos e ironiza y sacrifica al mentecato Koistinen, perdedor declarado. ¿Acaso no siente compasión por su débil creación y/o ejemplo? Es que el contexto, el mismo entorno –un Helsinki frío, poco fraterno-, aplasta cual gusano al modesto y al débil como víctimas de sus propias carencias. No perdona las limitaciones sino usufructúa las ajenas para sí, como forma despiadada de cosechar.

El humor se deja de lado por pasajes lastimeros y patéticos, que desnudan a Koistinen como un sabedor de nada, un errático ciudadano que postula al éxito y al amor por el camino del fallo. Acaso una encarnación de anhelos a disposición de la perversión, quien le dará forma y motivo. Luces al atardecer, en su laconismo, envuelve y convence porque no enfatiza en la desgracia sino la muestra pausada, exenta de presunción, como consecuencia invariable de los acontecimientos.

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