lunes, 11 de agosto de 2008

FESTIVAL DE LIMA: CRÓNICA 4


La obsesión por la alteridad, o la de no querer ser uno mismo es la materia para este interesante segundo largo de Pablo Larraín, Tony Manero: nombre del antológico personaje que Travolta hiciera ícono de una generación en Saturday's night fever, del cual explota su absurdo como ejemplo fascinante para un fan ya arrugado y canoso: Raúl, un quincuagenario solitario y deprimente.

Este Tony Manero chileno es un patético bosquejo de una época de gomina y estilo amanerado, paralela a la infame dictadura de Pinochet, que por todos los medios –delictivos y avivados- intenta colocarse la medalla de la mejor imitación de un saltimbanqui foráneo.

Lo que importa no es la imagen que se quiere calcar sino la sicopatía detectada en las motivaciones de Raúl para con su fin. Sus pocas palabras y miradas atentas de reojo despiertan suspicacias e intriga latente –enfatizado con los primeros planos a sus gesticulaciones ansiosas-, que devienen asesinatos indiscriminados a quienes tienen apenas un vínculo facilitador para su meta, resueltos con factor sorpresa, en tiempo y lugar, que por repetición se pierden y prevén.
Unos ladrillos de vidrio (para bailar sobre ellos), una TV (para ver el programa concurso) y un título sin importancia (para señalar al Tony Manero mapocho), son suficientes motivos como para mancharse las manos sin un atisbo de remordimiento.

Lo mejor de esta entrega chilena es su seriedad para ridiculizar a su lóbrego protagonista sin parecer chabacano y libertino. Raúl baila para intentar cautivar por el talento que no tiene, empero, más bien, como simio de circo, es parte de un espectáculo bufonesco que recibe aplausos jocosos de las graderías.

Tony Manero entrega sus minutos a seguir los pasos de este Raúl insano, hosco y ridículo, que convierte en víctimas a los infortunados poseedores de lo que es de su antojo momentáneo, lo que lo hace impredecible y amedrentador.

Siniestro retrato del emulador de otro digno de la sátira, ironía y señalamiento como es el bailarín seductor que Travolta otrora fue.

La zona es la ópera prima del aún novato Rodrigo Plá, en la que divide a una comunidad entre paupérrimos/violentos y adinerados/seudo pacatos. Preguntémonos: ¿qué sucedería si la muralla que divide ambos campos es agrietada, permitiendo una conexión? La armonía del pudiente sería amenazada por la ferocidad del pobre delincuente, que puede invadir su calmo ambiente para quebrar la concordia. El prejuicio se dirige hacia esa respuesta como primera impresión. Pero, ¿quebrar la armonía no es acaso violar las costumbres ajenas? Entonces, los “delincuentes” también ven amenazada su rutinay espacio con esa abertura como libre vía de acceso. Ambos sectores sienten pasos de invasión.

La irrupción en hábitats impropios impulsa a ejecutar castigos -seas un poderoso accionista o un lustrabotas de plaza-, lo que justifica respuestas y acciones contrarias (generalmente agresivas) pro mantener el orden antes establecido. La unanimidad, el mutuo acuerdo o la decisión socialmente correcta son cuestionados por Plá, pues son armas grupales que no manchan manos, sino las lavan.

La zona tuvo una interesante premisa por tratar un tema ético/moral y complejo que alude a todos como animales sociales. Lástima que en lugar de denunciar y plantear, se incline por la redención a cargo de la sangre joven, quienes como flamantes ciudadanos deberán llevar la bandera de la paz y democracia (sic).
Cierto tufo elitista se respira en esta cinta de rebeldía a la autoridad, señalada de incompetente y corrupta por los residentes de billetera gruesa, creedores de que su posición social los vuelve víctimas del babel del que aportan con su propia y exclusiva moneda.

Uno de los documentales favoritos de la competencia es la colombiana Un tigre de papel, de Luis Ospina, adjetivado como falso documental, o mockumentary, por los entusiastas o sorprendidos críticos que han podido no verla sino disfrutarla.

Ejemplos como este enseñan a tener paciencia frente a un écran, pues tras sus insufribles 20 minutos iniciales, donde prima el material de archivo y aclaraciones del contexto, que aportan al bostezo desinhibido, este levanta cual espuma de detergente para mostrarse ágil, revelador e hilarante. Un tigre de papel basa su tema en la biografía contada oralmente del artista colombiano, pionero del collage, Pedro Manrique Figueroa, por sus amigos, conocidos y ocasionales ocurrentes.

Definir con un solo apelativo (mockumentary) a esta obra de importante valor es despreciar sus aspectos y testimonios verdaderos, que los hay y en probable mayoría, además de subrayarla como un testimonio de disparates.

Un tigre de papel convence porque hasta para los entendidos algunos comentarios serios se disfrazan de mentiras como algunas verdades, por inverosímiles, resultan cuestionables. Entonces, la diferenciación o manipulación de los hechos hasta volverlos confusos es su principal atractivo, pues nos expone en un estado de inocente ignorancia, en el cual obedecemos a las palabras de los figurantes como a las imágenes que Ospina nos antepone casi con fe, aunque en ciertos ratos la falsedad es evidente, obviamente adrede para desorientar, sugiriendo un contraste entre verdad, mentira, simulada verdad y aparente mentira.

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