Volviendo a la luz, de Delia Ackermann, es el único trabajo nacional que compite en el apartado de documentales, quizás sin mucha suerte. Este documental con fisonomía y carácter de reportaje busca conmover con testimonios de algunos judíos sobrevivientes del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, pero que termina adormeciendo por el convencionalismo de su estructura, a pesar de durar apenas 52 minutos.
Primeros planos tras primeros planos componen este testimonial honesto, pero predecible y soso. Queda la impresión de que estuve ante un trabajo amateur de un estudiante promedio, con pocas luces, que por su falta de oficio se conforma con la inteligibilidad. Indiferente obra que aspiró a mucho (un premio en un festival) para su condición.
Una extrañeza apreciable es la brasileña Ainda orangotangos, de Gustavo Spolidoro, compuesta de un solo plano secuencia, que recoge una tarde noche variada en emociones y situaciones en Belo Horizonte. Grabada en digital y con cámara al hombro, este único plano muestra la variopinta ciudadanía del sudeste brasileño, en diferentes quehaceres y estados de ánimo. Las acciones y sus figurantes van degenerándose al pasar los minutos (entiéndase horas) hasta llegar a la oscura noche en un ambiente de irrealidad hilarante.
Una extrañeza apreciable es la brasileña Ainda orangotangos, de Gustavo Spolidoro, compuesta de un solo plano secuencia, que recoge una tarde noche variada en emociones y situaciones en Belo Horizonte. Grabada en digital y con cámara al hombro, este único plano muestra la variopinta ciudadanía del sudeste brasileño, en diferentes quehaceres y estados de ánimo. Las acciones y sus figurantes van degenerándose al pasar los minutos (entiéndase horas) hasta llegar a la oscura noche en un ambiente de irrealidad hilarante.
Esta atrevida propuesta, atractiva más por su audacia que por su discurso, es parte de una cinematografía brasileña que busca renovación e identidad actual, pues sus tiempos presentes dan para la añoranza. Aunque parezca presuntuosa y resulte a varios antipática, Ainda orangotangos es una travesura válida y perdonable en estas épocas burguesas.
Opiniones diversas y encontradas despierta una nueva entrega de la ya célebre Mantarraya Producciones, encabezada por Carlos Reygadas, hijo predilecto del Festival limeño, que ahora nos entrega Los bastardos, de Amat Escalante, una de las mejores películas del festival, y medallista en mi podio personal.
Las alusiones, calcos y homenajes en una entrega fílmica son confundidos entre ellos mismos. Por eso, con ojeriza, Escalante es denunciado de ser un seudo contemplativo, seguidor limitado de Reygadas y aspirante menor de la vileza de Haneke, confundido con morbo posero. ¿Acaso sólo Reygadas reposa en un mismo cuadro por varios segundos?, o ¿sólo Haneke puede mostrar sangre en planos abiertos y sin ningún aspaviento? Si Amat los asemeja en algunos detalles, no trascendentes para el todo, ¿lo hace un cineasta de citas y de originalidad de fotocopista? Sólo la distensión antes y durante el visionado –con el menor porcentaje de prejuicio posible- puede responder a esa pregunta con lucidez.
Los bastardos inicia con un cuadro (plano casi inmóvil de aproximadamente 2 min.) de gran profundidad en la que dos individuos desaliñados se desplazan con calma desde el fondo hacia al frente. Antes de los créditos iniciales este plano sugestiona sobre el tempo con el que se sucederán las tomas, sin prisa, como latentes y expectantes al cambio de tuerca o al zumbido reactor. Es que Los bastardos es una película más de (y para) reacciones, que de acciones, pues no pretende ceñirnos a una historia con desenlace esclarecedor de sus secuencias previas, sino que cada acto es producto de lo imprevisto, de la pulsión que se motiva y ejecuta en su misma toma.
Tácito (pero equívoco) es el motivo de los dos mexicanos, inmigrantes ilegales, por el cual abordan la casa de una disfuncional (y tradicional) familia gringa: el dinero, que siempre se quiere cuando no se tiene.
Opiniones diversas y encontradas despierta una nueva entrega de la ya célebre Mantarraya Producciones, encabezada por Carlos Reygadas, hijo predilecto del Festival limeño, que ahora nos entrega Los bastardos, de Amat Escalante, una de las mejores películas del festival, y medallista en mi podio personal.
Las alusiones, calcos y homenajes en una entrega fílmica son confundidos entre ellos mismos. Por eso, con ojeriza, Escalante es denunciado de ser un seudo contemplativo, seguidor limitado de Reygadas y aspirante menor de la vileza de Haneke, confundido con morbo posero. ¿Acaso sólo Reygadas reposa en un mismo cuadro por varios segundos?, o ¿sólo Haneke puede mostrar sangre en planos abiertos y sin ningún aspaviento? Si Amat los asemeja en algunos detalles, no trascendentes para el todo, ¿lo hace un cineasta de citas y de originalidad de fotocopista? Sólo la distensión antes y durante el visionado –con el menor porcentaje de prejuicio posible- puede responder a esa pregunta con lucidez.
Los bastardos inicia con un cuadro (plano casi inmóvil de aproximadamente 2 min.) de gran profundidad en la que dos individuos desaliñados se desplazan con calma desde el fondo hacia al frente. Antes de los créditos iniciales este plano sugestiona sobre el tempo con el que se sucederán las tomas, sin prisa, como latentes y expectantes al cambio de tuerca o al zumbido reactor. Es que Los bastardos es una película más de (y para) reacciones, que de acciones, pues no pretende ceñirnos a una historia con desenlace esclarecedor de sus secuencias previas, sino que cada acto es producto de lo imprevisto, de la pulsión que se motiva y ejecuta en su misma toma.
Tácito (pero equívoco) es el motivo de los dos mexicanos, inmigrantes ilegales, por el cual abordan la casa de una disfuncional (y tradicional) familia gringa: el dinero, que siempre se quiere cuando no se tiene.
Realmente, sus presencias y estadía dentro de la residencia responden al fin de sentir el confort del hogar, dejado atrás por un futuro incierto, queriendo ser atendidos en la cena, nadar en la piscina cual suya y ver TV recostados en cómodos sillones, aunque coaccionen a la mujer/madre/esposa para ello. Esas acciones suceden sin sobresaltos ni asomo de violencia, pero los instintos responden al salvajismo, no al planeamiento. Por eso, la cabeza de la mujer estalla por un balazo directo sin haberse esbozado como posibilidad, porque tanto un chapuzón como ese homicidio son actos guiados por el antojo inmediato, y eso Escalante lo versa sin conmoción ni parafraseo.
Los bastardos se refiere a la naturaleza y motivación de las (re)acciones, desobedientes a todo guión o plan de vida, que se hacen con dos segundos de antesala o menos. No hace énfasis en el trabajo, la cena, la discusión o el homicidio, pues son todas posibilidades que tenemos como hombres, que sin distinción moral o ética nos demandan el mismo esfuerzo. Amat Escalante es más que un buen cineasta, porque Los bastardos es más que una buena película.
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