La Unidad 25, al parecer, no es un presidio sino una iglesia cristiana de la cual no se puede escapar, solamente adaptarse o subordinarse a ella. Un templo con barrotes y candados donde los celadores son gritones de la palabra de Dios, que con más firmeza que seguridad la vociferan para los presos/creyentes del pabellón.
Unidad 25, de Alejo Hoijman, es un registro de seguimiento a un recluso nuevo, en inicio renuente a las doctrinas que profesan sus compañeros, quienes temprano, cual campesinos, gargantean y aplauden aleluyas y amenes en el corredor principal.
Más que el solo palmario de esta singular forma de condena es el proceso, silente, casi imperceptible, de transformación, adaptación o subordinación del joven protagonista ante la avalancha de rezos que no puede omitir, hipnotizándolo hasta un fanatismo de mayor grado al resto, lo que más interesa a Hoijman, pues su primer plano es el rostro ido e inexpresivo del preso que después nadará en agua bendita.
Este documental de estructura aristotélica deja abierta la pregunta sobre las conveniencias de esta actitud y pensamiento, dejando más en claro que el contexto hace a la persona, moldeándola a gusto, más cuando ese contexto se impone como único.
Si bien Unidad 25 gasta película, o sea se dilata y cansa por momentos, principalmente por la constante repetición de “musicales” estridentes con nulo talento, logra convencer por su efectiva audacia para contar una historia con material cotidiano, de intensidad y dramatismo dogmáticamente verosímil, por estar ceñido a la realidad, que impredecible posibilita y acepta cualquier giro de tuerca sin pecar de efectista.
¿Quién dice que entre peruanos no nos estrechamos las manos? Las salas llenas para las funciones de las películas peruanas en competencia dicen que somos solidarios, más que todo en la desgracia.
El Acuarelista, del rebautizado Daniel Ró, es una obra celosamente cuidada en lo técnico, con escenografía y vestuario elegante de los ’70 y fotografía de tonalidad cálida donde preponderan el marrón, el celeste y el gris, señalando sobriedad y templanza en la escena. Cabe rescatar, además, el acertado casting, que Miguel Iza (T) encabeza, desempeñándose con solvencia en el papel de un estorbado artista de gesto deprimido.
El tono teatral, de expresividad y gestualidad acentuada, descarta un realismo convencional, guiñándolo más hacia la comedia “inteligente” de interpretación, donde la pronunciación de los parlamentos, de los vecinos especialmente, tienen un humor sugerido, importando más el cómo se dice que lo que se dice.
Sin embargo, todo ese montaje es una presunción que se sale de control, partiendo por el guión, que prima una voz off cuentista de un viejo que sólo narra para empalagar, abriendo y cerrando la película como testigo conmovido por los hechos que no vio. Además de añadir figurantes varios cual desfile, atosigando tanto al ingenuo señor T como al espectador, en un infantil duelo de simpatía que no gana nadie.
Se entiende la intención de ironizar la frustración de un artista que no concilia con su entorno caótico, asimismo la disimilitud de sensibilidades entre un vecino político de garaje y un pintor de brocha fina. Pero, la desesperada pesquisa por compadecer del pintor, ametrallándonos de situaciones infortunadas para él, y seudo graciosas para nosotros, con maniqueísmo de por medio, colma la tolerancia, haciéndonos sentir más lástima por Ró & Cía, por pedir aplausos con petulancia, que por a quien dirigen su mensaje lastimero.
En el epílogo se torna pesadillesco, con careos vertiginosos, falsos fuegos abrasadores y amantes salidas de la nada. Remate grosero para este híbrido fallido entre todas las posibilidades que rozó: el humor negro, la comedia romántica, el drama existencialista, el surrealismo onírico y el “colorín colorado”. Por si fuera poco, presume de poético en un desenlace abierto de guiño fantasmagórico. Denuncio a Eduardo Mendoza y a Álvaro Velarde, los guionistas, como principales responsables de esta nueva debacle.
Con pocos a mi lado, considero a La tierra, el cielo y la lluvia, de José Luis Torres Leiva, como una de las mejores del festival, pues como experiencia enajenante y meditadora encontré sólo a ella.
Este cine de contemplación, del tedio, es casi un género post moderno, que tiene a sus principales exponentes por estos lares, los soporíferos Lisandro Alonso, Carlos Reygadas, Amat Escalante y, ahora, José Luis Torres Leiva, claramente diferenciados en propósitos (premisa o argumento) y formas (fotografía y tempo), solamente compartiendo los adjetivos “lento” y “aburrido”, lo que arbitrariamente los mete en un mismo saco.
¿Acaso La tierra, el cielo y la lluvia cuenta algo? Mas bien filma y acompaña a cuatro humanos de características corrientes bajo la naturaleza magnificente que los envuelve como parte de ella. Sus hábitats se encuentran entre las ramas, al otro lado del lago o sobre el terreno allanado, fotografiándose desde ángulos abiertos con profundidad de campo extendida (gran angular), dando protagonismo a los parajes, en cuyas dimensiones filmadas radica el valor estético de la película.
Cada plano demanda la misma concentración, lo que deviene mutismo para asimilar la experiencia de sentir más que entender. Es que La tierra, el cielo y la lluvia provoca distracción con el zumbido del viento o el roce de la brisas con las hojas de los árboles, siendo más importante revisar el paisaje desde la anonadada óptica del cineasta a través de su cámara, que saber cómo les va en el trabajo, en la pelea de box o en sus dilemas sentimentales a los humanos que por ahí circundan. Por eso los filma, para el contraste soso, pero necesario.
Vemos Valdivia, en el sur chileno, desde la perspectiva no de un ecologista sino de un extrañado de la ecología, pues mancomuna la sustantividad del hombre con la mostración de un ambiente bello, pero omitido. La estupefacción de Torres Leiva por esos ambientes compensa la indiferencia de sus protagonistas hacia los mismos, como magnificando lo que un perturbado no puede percibir, aludiendo a un conflicto entre natura y homo, que él concilia con planos compuestos, en los cuales ambos son partes del mismo cuadro armonioso, en movimiento.
La tierra, el cielo y la lluvia encuentra sus debilidades por hacer trascender drama, aflorando los llantos, las preocupaciones o las pulsiones sexuales de quienes hasta cierto punto solamente andaban, alternando cadenciosamente los verdes y azules con sus pieles. Allí se encuentra la distracción equívoca, que termina por convencer y excusar a sus detractores.
Aún así, esta pieza visual y sensorial de superlativa monta sobresale por figurar sin artilugios el idilio platónico entre la tierra, el cielo y la lluvia con el hombre, las mujeres y sus pasos.
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