El máximo explotador de la piratería...
En A prueba de muerte, no da puntada sin hilo en señalamientos a la falibilidad del celuloide como defecto humano en la producción de un filme, a las hazañas de los dobles de acción con tufillo heroico y redentor, asimismo al disparate de la serie B, a todos sus componentes y lugares comunes, como asilo kitsch de la inagotable cultura pop. Todos enmarañados con la hilaridad de un inteligente venerador de su amante de nitrato.
En nombre del cine se admiten insolencias varias, todas motivadas por la excusa de la ficción y la libertad autoral, dando vía libre a esperpentos de toda clase como la última del arqueólogo Indiana en un Perú de tirapiedras, comehombres y enigmas sacados de un capítulo de Los Pitufos. Bajo esta permisión, Quentin Tarantino es uno de los principales insolentes en actividad, con la salvedad de los vítores tras cada trasgresión suya de las buenas conductas por parte de los especializados espectadores de pluma mediática.
¿Alguien niega acaso la simpatía hacia la pandilla de Aldo Raines y no ríe por la trasquilada de cabelleras y pellejos nazis? Pero, ¿si fuera lo contrario? ¿Si los malazos nazis lo hicieran con los indefensos judíos lecheros o ciudadanos desarmados? Seguro la risa sería remplazada por una tragada de espesa saliva en un silencio de sepulcro.
A eso juega Tarantino, a señalarnos jueces de la moral con la violencia justificada, dándole permiso a nuestro taimado fervor asesino para que desfogue su morbo durante los 153 minutos que dura la sesión. Eso es lo divertido, ver el gesto de la banda de Brad Pitt y girar la vista para ver el vacilón de las butacas vecinas. Seguimos a un ejército cazador que imita el modus operandi de sus sabuesos con métodos igual o más radicales y cruentos con el permiso de nuestras conciencias. A ambos bandos los mueve la xenofobia, no la defensa.
Así no se haya vivido o leído la Historia, conocemos que Hitler y su Estado Mayor no perecieron en un ataque de bandidos terroristas o por consecuencia de un plan vengativo de una proyeccionista de películas en una sala de cine barrial. Eso es lo que hace el amor, elevar a tu amante al pedestal del mundo, al centro de tu (H)istoria. Tarantino demuestra ser un romántico, un fiel y enamorado servidor del celuloide cuando le atribuye el honor de un desenlace del Holocausto con sabor a revancha judía.
En el fondo de la acción suenan rockolas, guitarras y baterías; no pianos, violines ni ninguna sinfónica que sugiera a nuestras emociones situarnos en una matanza señorial o poética, asimismo que simule nuestra presencia en la agitada Europa de los 40. Las mociones de los bandos pleitistas son radicales y enérgicos, roqueras en esencia. Tarantino hace despliegue de su bagaje melómano para musicalizar a su antojo, con anacronismo válido, los capítulos filmados.
Esperemos que Bastardos sin gloria se sienta cómoda en Lima y se tome varias semanas para exhibir sus curvas ante la mayor cantidad de curiosos posibles. La cartelera, por miedo de inanición, se lo pide.
Bonus track:
Tarantino dicta, desde la comodidad de un sillón, sus preferidas (20) desde 1992. No pareciera un importante lapso de tiempo para una polémica lista, pero lo es.
Sí pues, sólo para angloparlantes.
Los indios andinos cargan con el prejuicio del imaginario europeo como grupos paganos, entregados a su folklore ancestral y llevados por la barbarie e incomunicación. Afectivamente también como figuras de postal, decoradores de paisajes; seres misteriosos vistos con extrañeza no sólo por su aspecto cobrizo inubicable en tierra de arios, sino por su “precario” estilo de vida entre tierra y rocas.
Esa imagen de mascotas bípedas en torno a su alusión es soportadora de las más variadas fantasías místicas o alegóricas, fabulescas o líricas, sin ninguna ser demasiado descabellada. Sólo los elfos son parangonables a sus posibilidades ficcionales y fantásticas. Altiplano, de Peter Brosens y Jessica Woodworth, es una estilizada obra manipuladora del indígena como portador de enigmas y colorido arty. Una obra visiblemente racista, interesante por su simbología del culto a las imágenes (visuales y esculpidas) como registros de tradición.
El viaje de luto de Grace a Turubamba es motivado por la redención de sus culpas pasadas como camarógrafa de guerra, asimismo para recorrer los pasos de su marido muerto por la ira indígena (señalada inocentemente cual travesura de niño). Secuencias de poco interés las de los esposos, salvo por la estética fotográfica y el ducho manejo de cámara con planos amplios y secuenciales donde se ejecutan elipsis en un solo giro de eje.
La virgen matrona del pueblo, las fotos de los indígenas caídos por una plaga de mercurio o los vídeos tomados de cámaras caseras, son registros venerados como historia tangible, sufridos con llantos y gritos de tan sólo dañarse. Portadores de voluntades guerreras (la virgen y las fotos, para el pueblo indígena) y de penitencias sentidas (los vídeos, del saludo de su esposo y de Saturnina en declaración de muerte, para Grace), son las imágenes que reciben un homenaje como fijación de las creencias. El remanente de este postulado está compuesto por retóricos planos de Saturnina fusionada con la tierra, que absorberá el tormento de Grace como conclusión de las querellas.
Los indios oran, bailan, juegan, peregrinan y hasta descansan en pose. Están alineados como artículos decorativos de un escenario. No son personajes sino detalles del contexto lírico propuesto con su sola presencia. Detalles notorios también en el cine de Claudia Llosa, que juega con la imagen indígena para matizar las secuencias decoloradas. Empero, son aspectos que no desmerecen un acabado fílmico en ningún porcentaje, sino que aportan al estudio de idiosincrasias y perfiles ideológicos.
Altiplano es celoso en cada uno de sus encuadres visualmente impecables, pero no siempre atina con el propósito, aún así vale la pena visitarlo.