Michel Joelsas (Mauro), Daniela Piepszyk (Hanna), Germano Hauit (Shlomo)
1970. Brasil está sumido en una violenta dictadura militar presidida por Emilio Garrastazu Médici, que liquida y 'desaparece' a cualquier activista subversivo enemigo de las normas dictatoriales regentes. En paralelo, en México, se juega el mundial de fútbol en el cual el equipo brasileño sería protagonista al convertirse en tricampeón. El temor y el júbilo -dos sensaciones tan contrastantes- conviven en el contexto narrado de ese período histórico del Brasil. El primero provocado por la caza indiscriminada de rebeldes con causa de la dictadura, con el agregado de la opresión de acción y expresión para con el pueblo por parte del poder, que consideraba a la coacción como recurso correctivo; el segundo es consecuencia emocional de la expectante cita deportiva celebarada en el país del norte, haciendo las veces realidad evasiva (para todas las castas y razas) ante los acontecimientos violentos y frustrantes en el ámbito social y político. Ambos sentimientos confluyen en el Brasil de los '70 provocando una época ambigua en impresiones emotivas. La población entera cual niños prefieren entregarse a la pasión del fútbol a la vez que esperan con melancolía el regreso de la otrora paz y democracia. Mauro, un niño de 12 años, es el protagonista y personificación del Brasil de ese periodo. Él espera a sus padres, sus educadores, los forjadores de sus valores; como, también, los adultos esperan el regreso del sistema político que les instruyó las bases de sus cánones morales. Ambos esperan lo que los hizo como son.
Mauro vive en Belo Horizonte. Un día como cualquiera sus padres toman unas 'vacaciones' forzadas con un semblante muy sospechoso, antes se dirigen apresuradamente a Bom Retiro (Sao Paulo), lugar residencial de descendientes judíos e italianos, para dejarlo a cargo de su abuelo, sin saber que falleció instantes antes de su arribo. Ellos prometen regresar para el mundial de fútbol, dejándolo a la expectativa por ese retorno. Entonces, Mauro, sin abuelo vivo que lo reciba, queda a la deriva. Al rato es encontrado por un viejo judío amigo del fallecido llamado Shlomo, quien lo recibe y le da custodio hasta la eventual vuelta de sus tutores. En esa circunstancia la película se desenvuelve con una frescura peculiar, inocencia contemplativa y atribulado optimismo. En el mismo espacio temporal del Brasil dictatorial se sufre tanto -o más- de lo que se goza, los ratos de alegría son esporádicos pues el contexto de miedo y opresión es el general, el que ambienta, el que cubre todo. En esa situación los ratos futboleros iluminan la abrumadora oscuridad vivencial.
El año que mis padres se fueron de vacaciones es una película divertida, alegre, narrada desde la perspectiva de un niño, que sufre la ausencia del confort de sus padres, pero que disfruta el jolgorio del mundial. El Brasil timorato de los '70 es representado por un Mauro que evade la realidad en el regocijo de la concepción de sus sueños, como la etapa de la formación de los mismos. Las escenas violentas no están exentas de elipsis, pero tampoco es un palmario de sadismo, mostrándose sólo los forcejeos entre los ejecutores de la 'ley' y los supuestos rebeldes como fiel retrato de esa realidad dictadora. Para mejor disfrute del film sería conveniente situarnos emocionalmente en el contexto de ese Brasil sufrido, y así entender las pulsiones de sus personajes. Recomendación válida para la mayor asimilación posible de todo film, pues toda obra se realizó en un contexto con particularidades propias, que sirvieron como inspiraciones catárticas o, simplemente, como registro para una representación fidedigna de la época.
El año que mis padres se fueron de vacaciones toma fuerza por el contraste emocional de ese entorno representado: el miedo y la alegría, lo adulto y lo infante respectivamente, paradigmas que confluyen en los matches mundialistas. La alegría de los niños, apartados y desentendidos, de lo 'real' contagian a Mauro que entristecía progresivamente a raíz de su obvio abandono, y así éste, que asimilaba la congoja adulta, es liberado por el ímpetu de la inocencia infantil. La alegría es el mejor refugio para los deprimidos, sugiriéndose como escape para ese dolor. Los juegos y el fútbol esbozan sonrisas entre esas lágrimas de represión.
Cao Hamburger hace una película para niños, sabiendo que eso acarrea la presencia adulta en su visionado captando audazmente las miradas jóvenes y desconocidas de esa verdad retratada como también de los testigos y víctimas de las acciones de ese tirano ejecutivo, mostrándoles una visión melancólica pero animosa de ese lúgubre pasado a quienes estuvieron presentes y a quienes no; por eso, el 'público objetivo' de El año que mis padres... es amplio: niños, adolescentes, adultos y 'viejitos', en otras palabras apto para todos, para toda la familia. Hamburger pretende hacernos pasar un buen rato con la redención del dolor, con la frescura niñata y la inocente ignorancia contextual. Nadie es ajeno a un sufrimiento generalizado, todos sentimos el dolor directa o indirectamente cuando la cabeza de una nación es la que nos lo proporciona, pero siempre hay una salida u omisión de esa verdad, hacernos los de oídos sordos u ojos ciegos; porque entregarse a esa realidad es una insinuación de masoquismo no considerada como opción por el brasileño, quien nos propone, tras el rostro de Mauro y compañía, ponerle buena cara al mal tiempo...
...La madre de Mauro regresa por él después de lo prometido... El tiempo democrático y pacífico llegó después de lo esperado... Entonces, recibimos el mensaje 'esperanzador' de sufrir para conseguir, porque "No hay mal que dure por 100 años, ni cuerpo que lo resista". Hamburger es superlativemente optimista aunque en buen grado ingenuo, pero nos cuenta historias compatibles a su razón, en las cuales nos dice verdades angustiadoras pero, asimismo, consoladoras en su desenlace. Cao Hamburger es un buen referente del cine familiar, y eso no es motivo de desdén.